martes, 22 de septiembre de 2015

Extracto de El ojo cosmológico de Henry Miller



Quiero compartir una lectura que sin duda te injecta a la vena una opinión del mundo y del cine, que revitaliza, a la ves que lastima, en cierta forma trasforma un relato en un pedazo escrito del cinemascope que hay dentro del contexto más amplio que abarca al público y al mundo, lastima por que revela la verdad, su verdad, desde su óptica, ángulo y gustos, la vida, vista por un ser valiente y exótico, les dejo un link al final de descarga con el texto completo.


REFLEXIONES SOBRE ÉXTASIS

Cada vez que he visto esta película - y ello ocurrio cuatro o cinco veces - la reacción del público es la misma: vivas y aplausos mezclados con gruñidos y rechiflas. Estoy convencido de que la hostilidad nada tiene que ver con la supuesta inmoralidad de la película. El público no está sacudido, sino indignado. Hasta donde puedo advertirlo, experi­menta un sentimiento de decepción, o mejor aún, piensa que se lo ha dejado a mitad de camino. En realidad, “ELLOS” tienen razón, pero como de costumbre tienen razón del peor modo posible.



Cada vez que veo la película me siento más impresionado; y en ca­da ocasión descubro en ella nuevas maravillas. Y cada vez comprendo por qué, aunque no hubiera existido la censura Éxtasis habría suscitado antagonismos. Aun en los mejores momentos la película tiende a provo­car en el aficionado común al cine un sentimiento de frustración, pues como todas las producciones de Machaty, éxtasis es una flagrante viola­ción de ese código no escrito que establece que no debe permitirse que el público del cine se duerma. ( ¡Drogado, sí; pero no durmiendo])

Éxtasis cansa del mismo modo que las páginas iniciales de la gran obra de Proust inevitablemente cansan. Desde un punto de vista inteli­gente, esta Ienteur es precisamente la gran virtud de la técnica de Machaty.

Significa que ha logrado, utilizando el medio cinematográfico, una condición espacial absolutamente única. Machaty utiliza el medio mismo como un ente móvil y plástico y le permite trascender las fronte­ras y limitaciones conocidas por el cinematógrafo, con lo cual crea la ilusión de un mundo extratemporal, que se reproduce con particular semejanza en el universo musical. Este maravilloso espacio desplegado en el que se sumergen los personajes y los acontecimientos casi recrea para nosotros el elemento destructor del tiempo que es propio del pen­samiento mismo. Quienes conocen las películas anteriores de Machaty saben que la técnica empleada aquí no es descubrimiento para este di­rector. Pero en Éxtasis alcanza un grado de perfección que apenas se hallaba sugerido en las otras producciones. Y es precisamente este acercamiento a la perfección, a la pureza en el empleo de su medio, lo que crea la general confusión observada en cada función.

Utilizando lo que, a falta de un nombre mejor, podríamos denomi­nar "movimiento lento", se obliga al espectador a abandonar su compla­ciente dependencia del argumento y de la acción; se le obliga, quiéralo o no, a sumergirse en la esencia misma de la creación de Machaty. Es difícil no caer en una postura abstrusa cuando se intenta aprehender el motivo fundamental de esta película; es una producción cuya pulsación se origina en un sentido cósmico del ritmo. Aparte de una semejanza exterior y superficial, la técnica de Machaty apenas tiene nada en común con lo que se conoce como movimiento lento. Según lo conocemos, el movimiento lento ha sido utilizado hasta ahora casi exclusivamente como ejercicio de destreza, como recurso o truco destinado a excitar la sensibilidad fatigada del público. Sin embargo, en Éxtasis se lleva esta técnica al plano de la conciencia; no aparece como un choque o como una novedad, sino como el vehículo mismo de la expresión, y conserva ese carácter a lo largo de toda la película, impregnando inexorablemente la mente.

En mi espíritu este problema del movimiento lento se relaciona con otra cuestión. Me desconcierta, por ejemplo, el hecho de que a pesar del número de veces que volví a ver la película el nombre del autor del argumento haya desaparecido de mi memoria. Me pregunto si efectiva­mente aparece el nombre del libretista. ¿O bien Machaty es al mismo tiempo director y autor? Me resulta difícil creerlo. Sea que Machaty lo haya comprendido o no, tengo la impresión de que él nos da la clave. Sin duda se trata de mi propia y particular interpretación. De todos modos, me parece innegable que no sólo el escenario, sino el modo de expresión y la filosofía que sirve de fundamento al modo de expresión provienen directamente de D. H. Lawrence. Pues no cabe duda de que un metafísi- co inspiró la técnica de esta película. A decir verdad, no puedo decir que existe un relato específico de Lawrence al que correspondan las escenas de esta película. Diré, sin embargo, que si Lawrence hubiera escrito jamás expresamente un libreto para la pantalla, Éxtasis habría sido un valioso ejemplo de su talento, y, más aún, es indudable que habría elegi­do como director a Machaty. Que Machaty quizá no haya oído hablar nunca de la obra cae D. H. Lawrence carece de importancia. Es un tema característico de Lawrence, y en el mundo cinematográfico Machaty es precisamente el hombre capaz de dar expresión adecuada a las ideas de Lawrence.

Retornemos nuevamente a la muy definida expresión de hostilidad suscitada por cada exhibición de la película. Considero que se trata de un fenómeno de cierta importancia, que exige explicación. Entre parén­tesis, obsérvese que nadie -ni siquiera sus detractores- se muestra inmu­ne a la belleza de la película. Lo extraño del caso es que la discusión de esta película generalmente gravita alrededor del problema de la "inmo­ralidad". Y sin embargo, como lo he señalado anteriormente, lo que inquieta al público no es de ningún modo un problema de moralidad o de inmoralidad. El factor de perturbación es la presencia de un elemento nuevo y peligroso. Detrás de la hostilidad del público está el renuente reconocimiento de que existe una fuerza superior, inquietante. Es la fuerza que Lawrence nos sugiere constantemente cuando aborda el tema de la "conciencia de la sangre". Una fuerza que, como él mismo dijo, reside en el plexo solar, una fuerza astral alojada allí, detrás del estóma­go, en el gran nexo de nervios que une a los centros nerviosos superior e inferior. El ritmo impuesto por esta maraña de nervios y de vasos san­guíneos se opone directamente al ritmo que hemos establecido a través de nuestra tiranía de la mente y la voluntad. Este ritmo devuelve su antiguo prestigio y su antigua gloria a la hegemonía de los instintos; y considera que la mente es una herramienta. Es el ritmo corporal, san­guíneo, opuesto al ritmo masturbador del intelecto. El reconocimiento de este ritmo implica no una nueva técnica, sino un modo de vida dife­rente. Insisto en que la hostilidad suscitada por la película de Machaty proviene no tanto de la insatisfacción ante el "final débil", sino de la silenciosa amenaza, del desafío de un nuevo modo de vida. Quienes ya percibieron el significado de esta nueva actitud hacia la vida no harán mucho hincapié en las deficiencias del argumento, en lo que es real­mente el aspecto "técnico" de la película. 'Cuando entremos en la vida como seres reales, como individuos, todo este arte anecdótico que ahora se ha convertido en manía obsesiva de los editores y del público caerá en la insignificancia. El terrible hincapié que hoy se hace sobre el argumento, la acción, el carácter, el análisis, etc. -todo este falso énfasis que caracteriza a la literatura y al drama de nuestro día -, revela simple­mente la falta de estos elementos en nuestra vida. Queremos argumento porque nuestras vidas carecen de propósito, acción porque nuestra acti­vidad es simplemente la del insecto, desarrollo del carácter porque al volver nuestra atención sobre la mente hemos descubierto que no exis­timos, misterio porque la ideología científica dominante ha eliminado el misterio de nuestro ámbito y de nuestro alcance mental. En resumen, pedimos violencia y drama al arte porque la tensión vital ha decaído; no nos oponemos mutuamente en un sentido primordial, y evidentemente no nos oponemos como, individuos.

Una extraña laguna en la actitud crítica tanto del público como de los cronistas cinematográficos con respecto ala película es la aparente falta de conciencia, o la indiferencia en relación con la idea motivadora. Nadie parece preocuparse absolutamente por la IDEA que sirve de fun­damento a la película. No necesito destacar que esta idea es la misma que domina todas las obras de Lawrence... la idea de una muerte auto­mática, de una MUERTE EN VIDA. La palabra "muerte" no aparece ni una sola vez. Para los franceses esta palabra es aún más particularmente aborrecible que para los anglosajones. Y sin embargo, Lawrence sacrifi­có su vida para que el mundo comprendiera claramente ese: concepto.

Para aclarar ese concepto... Cuando los críticos relatan el argu­mento para el público, siempre dicen del esposo que es un "viejo". Pero aunque es cierto que el marido es considerablemente mayor que la espo­sa, evidentemente no es un viejo. En realidad, desde un punto de vista equilibrado es un hombre que está decididamente en la cima de la vida, un hombre de edad madura cuyas potencias deberían revelarse ahora en toda su plenitud. Por cierto que desde el punto de vista estadístico es un viejo. Es decir, ya ha hecho su parte por su hogar y su país. Pero desde un punto de vista normal y equilibrado este hombre no es un viejo. Es algo mucho peor que un viejo... es un hombre muerto. Ignorar esto último equivale a ignorarlo todo. Machaty nos ofrece: a un hombre vivo que en la flor de la vida ya está muerto. Es cierto que Machaty se ha apoderado con extraordinaria complacencia de esta condición cadavéri­ca del esposo. En realidad, Machaty se excede. Pero recordemos que Machaty es checo, y que los checos poseen todavía una vislumbre del significado del "alma". Saben que la vida no se origina en las glándulas intersticiales, sino en el alma.

Todo el que conozca la obra de Lawrence comprenderá el enorme esfuerzo que este autor realizó para afirmar una autonomía de la vida fundada en ese irreductible espectro al que en diferentes períodos apli­camos distintos nombres, pero que nunca es otra cosa que el hombre primordial. Sin duda se trata de una ilusión, pero es una de las más tenaces y fecundas. En la obra de Lawrence aparece siempre esta remi­sión a cierta criatura primitiva, mística y obscena, medio macho cabrío, medio hombre en quien existe el sentimiento de unidad: el individuo preconsciente que obedece a la voz de la sangre. Siempre que aparece una literatura de este tipo desborda todas las fronteras artificiales del intelecto. Esa literatura también provoca gran confusión. Se omiten o se confunden los valores. Lo que irrumpe con abrumadora falta de lógica es el impulso vital básico, el caos innato del cual aquél emerge y al que evoca con toda su fecundante seducción.

En la película de Machaty el ingeniero no desempeña el papel de ingeniero, y la joven, la esposa, no es simplemente la personificación de un ideal burgués. Han sido desnudados, de un modo típicamente lawrenciano para que graviten mutuamente como hombre y mujer. Inevi­tablemente se encontrarán, con independencia de las barreras que se alcen entre ellos. Por supuesto, cuando representan mundos opuestos aumenta la atracción: esto último es', parte de la teoría de las tensiones de Lawrence, del contrapunto dinámico. También es característica la insistencia en hacer de la mujer la agresora; de ese modo se subraya su naturaleza fundamentalmente rapaz. Habida cuenta de la teoría de La­wrence sobre la pérdida de polaridad entre los sexos se deduce lógica­mente que la hembra deba tomar la iniciativa. El macho está inexorablemente' atrapado en la ciénaga de los falsos valores culturales que él mismo ha establecido. El macho está emasculado, es un ser epi­ceno.

Ciertamente, ninguno de los protagonistas tiene conciencia de la predestinación de su conducta. Su encuentro es el de los cuerpos puros, la unión es poética, sensual y mística. No se interrogan... obedecen a sus instintos. El drama de la convivencia conyugal, sobre el que se ha construido gran parte de la tragedia moderna, no interesaba a Lawrence. Es un drama superficial, el estudio de lo que carece de pertinencia y de importancia.

En Éxtasis el drama es el de la vida y la muerte, la vida personifi­cada por los dos amantes, la muerte por el esposo. Este último repre­senta a la sociedad tal como ella es, mientras que los amantes representan la fuerza vital que lucha ciegamente por afirmarse.

Me parece que Machaty tuvo cabal conciencia de todo esto, y que cuando se le acusó de dramatizar, no se entendió muy bien qué era lo que dramatizaba. Ciertamente, el hombre que eligió una anécdota tan leve, que suprimió todos esos detalles extraños que dan a la aventura original sus elementos argumentales excitantes, no podía ignorar la teatralidad de la muerte del marido. ¿Pero acaso Lawrence no presentó siempre teatralmente sus ideas?

Acaso las ideas no son en y por sí mismas teatrales? Lawrence de­linca sus caracteres de un modo cultural; mueve estas estatuas vivas tirando de sus hilos ideológicos. Lo que omitió de sus dramas es todo ese sector denominado "la ecuación humana". Ese problema humano ha sido destruido. Lawrence parte de la premisa de que ya estaba muerto. El nuevo elemento "humano" representaba para él una cantidad, o más bien una cualidad desconocida. Debía desarrollarse en los tubos de ensayo del caldo ideológico del propio Lawrence. El drama que él nos ofrece es drama de laboratorio; para nuestra época tiene el mismo es­plendor que el hombre de ciencia encuentra en el drama bacteriológico. Cuando hace un momento utilicé la palabra "euros" en relación con los dos cuerpos me propuse inyectar en el concepto común de carnalidad un elemento de la misteriosa actividad bioquímica que disipa la oscuridad adherida al antiguo lenguaje de la sensualidad. Las naturalezas animales de Lawrence, precisamente debido a su irreductible obscenidad, son los cuernos más puros de nuestra literatura corriente. Animados por una concepción metafísica, actúan obedeciendo a leyes fundamentales de la naturaleza. Lawrence reconoce su total ignorancia de esas leyes. Creó su mundo metafísico por un acto de fe; se desenvuelve apoyado en la intui­ción. Puede haberse equivocado de medio a medio, pero su consecuen­cia es absoluta. Además, refleja el hambre y la desesperación de una época que busca una realidad vital. Por sí mismo esto último justificaría un posible "error".

Debe recordarse que al principio mismo de la película se oponen los movimientos lentos, como de vegetal del cuerpo de la muchacha a los gestos mecánicos, rígidos y como de cadáver del marido.

El efecto de los contrastes continúa a través de la película. El ma­rido mata el insecto que lo molesta mientras lee el periódico; el amante libera al insecto que ha caído accidentalmente en sus manos. Pero el más notable ejemplo de contrastes aparece en la escena en que la mu­chacha yace en el lecho conyugal, contemplando soñadamente sus pro­pios dedos; la mera sensación del movimiento parece despertar en ella un sentimiento de maravilla, el infinito y múltiple misterio de la vida. Por sus implicaciones esta escena es una de las más profundas y sutiles que Machaty nos ha ofrecido. Este soñador movimiento de la sangre, esta sensual apatía, tan vitalmente distinta de la apatía del marido, nos introduce con terrorífica intensidad en un mundo sensorial cuidadosa­mente ignorado por las películas comunes. Para el observador sensible hay un drama más poderoso en este movimiento ocioso e indiferente que en todo el terror de la película rusa de propaganda, con la gigantesca rueda social en el trasfondo y la lanzadera del dolor y la miseria cotidia­nos sobre la que se crucifica a los personajes. Este drama de los dedos silenciosos revela el dolor y el anhelo inexpresables del individuo; la sociedad no está directamente implicada, pero se siente su presencia. No se trata de una negación pasiva, sino de una aprehensión absolutamente vital; el conflicto eterno del individuo contra la sociedad se refleja aquí en los temblores de los órganos terminales.

Machaty utiliza los símbolos de un modo quizá menos tosco, con más gusto que los rusos, pero de todos modos sentimos que su simbo­lismo no deriva del material orgánico de su película. Sus símbolos son a menudo excrecencias. Tales, por ejemplo, los lentes, las estatuas, los caballos, etc. Irrumpen en el dilatado medio de la realidad en que sus imágenes suelen flotar. Son excesivamente sólidos y precisos demasia­dos cerebrales. Estropean el sueño, lo desgarran, lo embotan, lo obse­sionan. Aquí, en el marco de un manejo bastante convencional de la pantalla, el empleo de la imagen y del símbolo es falso. Tiene la misma condición artificial que el diálogo interior en literatura. Es un intento de explotar un material inapropiado para la técnica particular adoptada.

Es de mal gusto.

Por supuesto, podemos considerar que los lentes constituyen un símbolo del modo moderno de ver las cosas. Muy posiblemente repre­sentan el estigma del conocimiento, de la persecución obsesiva de las cosas muertas, del fetichismo que nos impide ver la vida. El marido que muere con los lentes en la mano es típico. de la situación del hombre moderno que se ayuda constantemente con la visión artificial, y que aun en la muerte insiste en aferrarse a su falsa visión. Nació con lentes, y muere con ellos... los gruesos vidrios de colores que el optómetra, la sociedad, le suministra cuando se encuentra aún en el seno materno. Nunca ha contemplado realmente la vida, y es dudoso que algún día conozca qué es la muerte. La vida pasa a su lado, y la muerte. Continúa viviendo, inmortal como la cucaracha.

En la carrera con la muerte Machaty revela nuevamente que tiene conciencia del motivo fundamental. Este incidente es otro de los que los críticos desechan por teatral... o como clisé. Pero basta recordar cuán diferentemente se maneja el clisé en Éxtasis, para comprender la agude­za de la percepción interior de Machaty. Como se recordará, el momento culminante sobreviene cuando el único contacto del marido con una realidad vital ha sido destruido. La pérdida de su joven esposa, un hecho que él acepta bruscamente, con cierto sentido de fatalidad, le impulsa a concluir la prolongación de una muerte que estuvo viviendo. Es el pri­mer indicio de vida del personaje... de voluntad, de acto individual.

Antes de ello, aunque poco sabemos de su vida real, intuimos que estu­vo funcionando como un engranaje más de la vasta maquinaria mundial a la que pertenece. Es un sello de goma con un fondé de pouvoir, un hombre que dice Sí a todo porque no tiene fuerza para decir No. Y así, cuando empuña el volante del coche, tenemos la sensación de su afirma­ción extrema, expresada en la Voluntad de Morir. Aquí, por primera y única vez se inyecta en la película un factor de velocidad. Nuevamente el contraste. Aquí, con profundidad y precisión Machaty revela el autén­tico significado de la moderna locura de la velocidad; símbolo prístino de nuestra manía suicida, Machaty la presenta como la apoteosis de la actividad insensata del insecto humano y de su inhumana maquinaria, del movimiento por tropismo antes que por elección y dirección. La emoción de la raza reside no tanto en la posibilidad de huida como en la certidumbre de la catástrofe. El suicidio ocurre en la máquina, en la carrera de la muerte, y no en el primer piso de la posada, con la pistola y los lentes. La escena de la posada, donde ocurre realmente la muerte, fue dictada por la trivial exigencia del argumento; el amante, que estaba en el coche con el marido, tenía que salvarse de un fin fortuito para revelar los auténticos lineamientos del conflicto fundamental. Pues el conflicto real no es el que existe entre el marido y la mujer, como lo señalé ante­riormente, sino entre la vida, representada por la pareja de amantes, y la muerte, personificada en el marido.

Sin embargo, el marido encuentra realmente su fin en el coche. Los elementos exteriores del desastre se revelan apenas fugazmente... un repentino viraje, la embestida del tren, un árbol que se acerca al primer plano, son todos elementos cuya importancia ha sido disminuida con el fin de infundir fuerza a la lucha interior. Realmente se siente en esta loca carrera con la máquina que el esposo está muriendo. Y esta rendi­ción del Espíritu Santo contrasta con la rendición del yo de la mucha­cha, cuando ella se ofrece al ingeniero en la cabaña. En ambos casos se trata de luchas mortales. Atribuir la angustia de la muchacha a la mera inmolación física es destruir el significado real del drama. La muchacha entrega al hombre el gran principio femenino que ella representa. Le sacrifica no su virginidad, su orgullo, sus ideales burgueses, etc., sino su propio yo, su encarnación femenina. Es el gran acto de sumisión subrayado tan a menudo por Lawrence en sus obras, y constituye la piedra angular de su edificio religioso.

Que en definitiva el drama concluya con la deserción de la mucha­cha, que abandona a su amante, no contradice lo anterior. Desde el punto de vista de Lawrence, lo importante es el reconocimiento del aspecto sagrado del sexo, de la vida a través del sexo. Para ella el hecho supremo fue el momento de la iluminación. Por eso la aparente posibi­lidad de realización, la cita con el amante en la posada, fracasa comple­tamente. Fracasa intencionalmente. Ha sido insertado con el único propósito de indicar la perspectiva. Las copas de champaña llenas hasta el borde, las burbujas, el desborde, la efervescencia que la unión simbo­liza, nos permite concentrarnos nuevamente en el carácter eterno de este drama. El símbolo y el ritual preservan la cualidad vital. Es un desborde y un exceso, la ruptura de las fronteras y de los límites, y se yergue violentamente, en contraste con los movimientos cautelosos, medidos y analíticos del marido.

A su tiempo, la muchacha se alejará del hombre a quien ama, pero la chispa permanecerá y se trasmitirá.

La última escena, durante la cual el público generalmente gruñe y aúlla, nos muestra al amante abandonado sobre el banco de la estación ferroviaria. El amante se queda durmiendo sobre un banco, mientras los semáforos se desvanecen y el tren, con la joven a bordo, sale de la esta­ción. Para el público francés este hecho es el colmo en una concatena­ción de acontecimientos carentes de lógica. Como dije al principio, se sienten engañados y decepcionados. Y en el fondo de sus corazones tienen razón, pues la desesperación y el tedio que los devuelve al cine noche tras noche debe fundarse, a mi entender, en la esperanza de un desenlace de esta farsa que todos representamos. Quizá la cólera que se apodera de ellos al final de la película se deba a que se sienten reflejados en el amante a quien se abandona durmiendo sobre el banco de la esta­ción ferroviaria? Tal vez en sus vacíos cerebros conciben la sombra de una sospecha en el sentido de que la vida los está dejando de lado? Observo que el resentimiento está limitado sobre todo a los miembros masculinos del público.

Acaso todo ello configura un caso freudiano de quiebra?


Henry Miller, El Ojo cosmologico. Descarga Mega

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